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Resumen: En este trabajo se hace una revisión del término Trastorno por Déficit Atencional e hiperactividad, planteando preguntas acerca del diagnóstico actual y como se forja históricamente, y como irrumpe de manera sospechosa desde los años ‘70. Se asocia la clasificación psiquiátrica con las demandas culturales, y el psicoanálisis como una disciplina que se pregunta más allá del síntoma y cuestiona el poder de las ciencias médicas, y farmacéuticas que comandan el mercado. Finalmente se reflexiona respecto a lo que esperamos de nuestra sociedad con el modo de abordaje actual de este fenómeno llamado Trastorno por Déficit Atencional e Hiperactividad.
Me motiva escribir sobre este tema, el hecho que con mayor frecuencia escucho en mi consulta o de otros colegas frases como las siguientes,: “más de la mitad de los compañeritos de mi hijo están con medicamentos para el Déficit Atencional…”, “me llegaron ayer unos papás que necesitaban un certificado que dijera que su hijo tiene déficit atencional y además me solicitaron un fármaco para que lo admitieran nuevamente en el colegio, si no lo llevaban con medicamentos no lo dejarían entrar…”, “Doctor ya no lo aguanto, no sé qué hacer, le pega a la hermana, choca con todo, es torpe, yo no sé si quiere que lo dé en adopción o qué, pero tiene que hacer algo con él…”(una madre refiriéndose a su hijo de 7 años, frente a él), “Doctor tiene 13 años hace 5 años está con metilfenidato, se lo quito y deja la embarrada, es como si se transformara…” El otro día lo estaba bañando y me iba a bañar con él como siempre, y se enojó, no sé por qué…”, “Doctor, necesito ayuda, he leído respecto a estas pastillas que toma mi hijo y son adictivas, pero se las dejo de dar y me baja las notas y se pone agresivo, el otro día no se las tomó y le pego a su mamá, perdón a su abuela…”, “Doctor mi hijo tiene déficit atencional, tiene 13 años y de estos, 7 años ha tomado metilfenidato, ya no sé qué hacer, le pega a los profesores, a sus compañeros, no me hace caso en nada, todo lo que le digan no lo escucha, el otro día se cortó con un sacapuntas a propósito, porque se sacó una mala nota y le pegó al profesor, se agarró a combos con niños de IV medio” -decía una mamá-, a lo cual yo pregunté: “y de estos 7 años cuántas veces lo ha visto su neurólogo?”. “No, no lo ve, lo vio la primera vez no más, después le repiten la receta en el consultorio …”. Podría seguir, pero quiero decir con esto que al parecer no se está abordando de una manera entendible una queja que parece demasiado frecuente. Nominemos así esto, por ahora.
¿Cómo llegamos a este término “Trastorno por Déficit
Atencional”?
En 1798, en el libro “Una investigación sobre la naturaleza y el origen de la enajenación mental”, de Sir A. Crichton (médico escocés) describió las características de lo que entendemos actualmente como este trastorno, refiriéndose a éste desde lo descriptivo, diciendo que es un trastorno donde se destaca un niño predominantemente inatento, denominándolo “Mental Restlessness” (Agitación o Inquietud Mental). En 1845, el médico psiquiatra, H. Hoffmann, escritor e ilustrador de cuentos, escribió la obra titulada “Der Struwwelpeter” (Pedro el Melenas), donde destaca la historia que habla de las dificultades de atención e hiperactividad de “Felipe Nervioso”. Luego, en 1902, el pediatra británico G. Still, en su artículo publicado en la revista “The Lancet”, describió a un grupo de 20 niños con síntomas similares, se refirió a este conjunto de síntomas como un “Defecto de Control Moral” y falta de inhibición volitiva, G. Still, ya entonces, supuso que esta especie de desviación social era una enfermedad neurológica que no se debía a una mala crianza o a una bajeza moral, sino que más bien era producto de una herencia biológica o de una lesión en el momento del nacimiento. Así, desde G. Still hasta los años 50, el Déficit Atencional era concebido como el resultado de un daño cerebral, sintomatología que pasó a denominarse de ese modo. Sin embargo, las investigaciones indicaban que estos síntomas también se manifestaban en niños que no tenían una clara evidencia de haber sufrido algún daño en el cerebro, por lo que se pensó que el trastorno estaba causado por un daño cerebral muy leve y apenas perceptible o, más bien, una disfunción en general, por lo que el Déficit Atencional pasó a llamarse en un principio Daño Cerebral Mínimo y después, Disfunción Cerebral Mínima. El período entre 1950 y 1970, está considerado como la edad de oro de la hiperactividad, según R.A. Barkley, catedrático de Neurología y Psiquiatría en la Universidad de Carolina del Sur, y referente mundial en la investigación sobre el trastorno que nos ocupa. A finales de los años 50 surgen diferentes hipótesis. La hiperactividad se convirtió en el síntoma primario y, desde 1950, el trastorno cambió su nombre por el de Síndrome Hipercinético. En 1960 S. Chess y otros investigadores separaron los síntomas de la hiperactividad de la noción de lesión cerebral y defendieron el “síndrome del niño hiperactivo”. Es en 1968, que siguiendo esta tendencia, el Déficit Atencional con Hiperactividad aparece por primera vez en el DSM II o Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (segunda edición), con el nombre de “Reacción Hipercinética de la infancia”.
En la década de los 70, es cuando la dificultad para mantener la atención y para controlar los impulsos, empiezan a adquirir relevancia frente a la hiperactividad. Las investigaciones de V. Douglas en 1972 influyeron de manera decisiva en el cambio de denominación del Déficit Atencional con Hiperactividad en el DSM III, y el trastorno pasó a denominarse Trastorno de Déficit de Atención con o sin hiperactividad (TDA+H y TDA-H), haciendo hincapié en el aspecto atencional y en la insuficiente autorregulación o impulsividad . En este período el concepto comienza a popularizarse y se difunde en el ámbito social, en el escolar y en los medios de comunicación, creándose, además, las primeras asociaciones entre el diagnóstico, la educación y la farmacoterapia.
La revisión del DSM III-R (1987) supuso un paso atrás al cambiar de nuevo el término por el de Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad, al ignorar el concepto de Trastorno por Déficit Atencional sin hiperactividad. A partir de entonces, los estudios e investigaciones comenzaron a multiplicarse y los científicos empezaron a considerar que la impulsividad y la hiperactividad estaban relacionadas, formando parte de un pobre control inhibitorio y equiparándose en importancia junto a la atención.
En 1992 la Organización Mundial de la Salud publica la Clasificación internacional de enfermedades, décima versión (CIE-10), en la que el Trastorno por Déficit Atencional e Hiperactividad se reconoce como entidad clínica y queda recogido en el grupo de trastornos del comportamiento y de las emociones, de comienzo en la infancia y la adolescencia, dentro del subgrupo de Trastornos Hipercinéticos, el cual comprende cuatro entidades diagnósticas: el trastorno de la actividad y de la atención, el trastorno hipercinético disocial, otros trastornos hipercinéticos y el trastorno hipercinético sin especificaciones.
En la revisión del DSM IV-TR (APA, 1994/2000), el trastorno pasa a denominarse Trastorno por Déficit Atencional e Hiperactividad, en que se consideran los tres subtipos (predominantemente inatento, predominantemente hiperactivo-impulsivo y combinado) y está incluido en los trastornos de inicio en la infancia y la adolescencia, concretamente en el grupo de Trastornos por Déficit de Atención y Comportamiento Perturbador, junto con el trastorno disocial y el trastorno negativista desafiante.
Según R.A. Barkley, el término Trastorno por Déficit Atencional e Hiperactividad no es suficiente y va más allá de las características de inatención, hiperactividad e impulsividad, dice: “El Trastorno por Déficit Atencional e Hiperactividad supone un déficit en el autocontrol o, lo que algunos profesionales llaman, funciones ejecutivas, esenciales para planificar, organizar y llevar a cabo conductas humanas complejas durante largos períodos de tiempo. Es decir, en los niños con Trastorno por Déficit Atencional e Hiperactividad la parte “ejecutiva” del cerebro, que supuestamente organiza y controla la conducta ayudando al niño a planificar las acciones futuras y seguir con el plan establecido, funciona de manera poco eficaz” (2011, p.165).
En Chile, M. Peña (2013) nos dice “… A partir de la introducción del Decreto 170 de Subvención Diferenciada para alumnos y alumnas con “necesidades educativas especiales” del año 2009 (Ministerio de Educación de Chile, 2009), se otorga subvenciones a escuelas privadas que incluyen a estos niños […] Para recibir estos fondos las escuelas exigen que los niños hayan sido diagnosticados por “expertos” que corroboren ciertos diagnósticos con herramientas “validadas”. Pero, ¿cómo se construyen estas validaciones? Cuando se utilizan las categorías del DSM, se parte de la creencia que puede haber en salud mental clasificaciones a-históricas, a- políticas y a-económicas, por lo tanto los diagnósticos biomédicos generan la ilusión de que la enfermedad es atemporal, desligada de las condiciones políticas, sociales y económicas de su época histórica […] El sistema se mantiene incuestionado y es cada individuo el que tiene que realizar el esfuerzo de integrarse a dicho régimen”. De esta forma lo económico, lo médico y farmacéutico, se organizan con el fin de subvencionar lo educacional.
Untoiglich (2014) dice que en Chile, ya se habla de escuelas “Ritalinizadas” ya que en algunas de ellas más del 50% de los niños se encuentran medicados. Los datos del Ministerio de Salud Chileno informan que el 71% de los niños que consultan en Salud Mental, salen con diagnostico de Trastorno por Déficit Atencional – Hiperactividad.” seguirá siendo un trastorno? o habrá cambiado la expresión conductual de los niños de hoy? o una reacción a algo que no podemos entender hoy? y que por lo tanto se debe controlar.
Al pensar en los criterios diagnósticos del DSM, podemos reflexionar en torno a la manera en que estos criterios hacen ver de forma patológica a la infancia, es decir, podemos pensar en las dificultades que pueden surgir para realizar el diagnóstico y en distinguir los síntomas, de aquellos comportamientos que son propios de la infancia, sobrediagnosticando, sobremedicando, incluso, si consideramos que para hacer el diagnóstico se pide que estos síntomas estén presente antes de los 7 años, cuestión que se amplió el año 2013 con el DSM-5 a los 12 años (muy cuestionado en su lanzamiento y en su validación por cierto), por lo que se seguiría diagnosticando hasta esta edad.
Entonces me pregunto: ¿cuándo no están estos “síntomas”?, ¿cuándo dar fármacos ? y para qué?. Si bien en el DSM-5, está esbozada la intensidad de los síntomas, ésta no se mide ni se considera en la práctica, sino que se atiende la queja que generalmente viene del adulto (padres, apoderados, profesores, etc.) al que se le está exigiendo una solución, rápida y que obedezca a los tiempos con que funciona la sociedad, lo que a todas luces causa más sufrimiento, más sobrediagnóstico, más patología, más sobremedicación y por lo tanto se elimina toda posibilidad de pensar. Cuando dejamos de preguntarnos, qué tendrá desatento a este niño o qué tipo de atención se le da o qué rol cumple este síntoma en él y sus padres o qué lo tiene más atento o interesado, qué molesta de estos niños, por qué la insistencia de los estudios clínicos sobre la importancia de diagnosticar rápido para comenzar tempranamente con la medicación.
Al parecer, caemos en una solución o más bien en el acto reflejo, de dar un fármaco para eliminar el síntoma por completo (modelo médico). En ese mismo instante sin darnos cuenta o más bien sin detenernos, dejamos de ver al sujeto que nos consulta y lo transformamos en un objeto de estudio etiquetado, sobre el que muchos poderes actúan de manera violenta y sin reflexión y del cual este sujeto (niño) no puede ni siquiera opinar. Sólo viene a tener noticia de esto que ocurrió, en la pubertad, generalmente actuándola desde la misma etiqueta que se le ha asignado, o en la mejor de las veces reflexionándola. Además, se desvanece la posibilidad de descubrir cuál es el origen del síntoma, quedando siempre la duda si este era o no parte del desarrollo de este sujeto. Puedo agregar que, en el otro sentido, también pasa algo interesante, me refiero a perder la posibilidad de mirar si en realidad hay algo más en el sujeto que consulta o en la familia de este. Al fijar el diagnóstico como una sentencia, también se corre el riesgo de no poder ver si ocurre algo de otra esfera tanto interna como externa de estos niños, ya que un síntoma se ha transformado en un diagnostico articulador de toda realidad psíquica (por ejemplo dificultades en el contacto, o patologías del espectro autista), que dada esta realidad discursiva pasan desapercibidos con la etiqueta de Déficit Atencional, hasta la pubertad.
Janin (2004, pp. 20-21) plantea ”…El orden causal se invierte. Ya no es que un niño tiene tales manifestaciones sino que, a partir de las manifestaciones, se construye una identidad que se vuelve causa de todo lo que ocurre, dejándolo encerrado en un sin salida. Una característica descriptiva pasa a ser explicativa…” ya no es una pregunta por el motivo: que implique posibilidad de cambio e idea de transitoriedad, sino un diagnóstico fijo: “Es Déficit Atencional”.
¿Cómo influye lo cultural y qué hace que persista esta forma de acercamiento a estos niños?
Así como es imposible que una pastilla nos quite la “depresión”, también es imposible poder analizar un síntoma sin ponerlo en el contexto cultural en el que se encuentra, ni considerar cómo sus determinantes interactúan con ésta. Podemos decir, que el modelo de prestación de salud de nuestra época, empuja a que las demandas se satisfagan en forma inmediata, instantánea, que no se soporte la espera, el intervalo, el vacío. Por otra parte, hay cuestiones de la modernidad, como el aumento creciente y estimulante de herramientas visuales, computacionales y virtuales, que son sustrato importante de un contexto cultural siempre distinto y cada vez más acelerado, que no siempre permite una adecuada inserción simbólica; sumado esto a las dificultades en la organización de la estructura familiar, con la consiguiente difusión de ciertos roles. Podríamos pensar que todo esto, produce reacciones leídas o interpretadas, las más de las veces como síntomas (variaciones en la atención y la motricidad) los que están bajo factores de control social, que se ejercen desde un lugar de poder del cual la institución médica, al igual que la institución educativa, dependen. En este momento, la empresa farmacéutica parece tener tanto poder como si estuviésemos envueltos en un sistema vicioso, donde el poder económico asume un rol de director, en este caso director patogénico, que da los parámetros, incluso, de qué nos podemos enfermar y cómo, ya que las distintas instancias de cada padecimiento están claras y clásicamente descritas, clasificadas y subclasificadas, desde una verdad empírica que de una u otra forma este mismo poder fuerza a que nos sometamos a utilizar las drogas que nos entregan y ellos mismos fabrican, lo que validamos nosotros mismos como sociedad y como implicados en esta.
Pero persiste la duda “para qué lo hacemos”. Una pregunta que es posible atender desde la formación profesional. Cómo nos formamos como profesionales de la salud, donde independiente de todas las aspiraciones narcisistas, como ejercicio teórico, por supuesto, adscribimos a este sistema, de una u otra forma por miedo al desamparo que significaría ir en contra de un poder tan grande e imponente y que se cruza con nuestra implicación en la sociedad. Cuando ya se puede hacer críticas a lo que uno ha hecho, y no deprimirse con esto, ni tampoco mortificarse por haber adscrito, ni actuar la rabia que significa poner en duda lo que uno suponía saber y suponía hacer bien; como por ejemplo medicar a niños tan sólo porque un protocolo de salud pública lo indica, nada menos que desde la indicación y evaluación de un test que la neurología y psiquiatría como ciencias médicas y, por lo tanto, veraces lo validan. Sino por el contrario, mirar el fenómeno desde otros lugares, desde otras voces y así aportar con lo que tengamos a nuestra sociedad y no seguir haciendo lo obvio. Conforme uno va ganando libertad, en realidad sonaría mejor, cierta independencia (bien relativa, por cierto), en la praxis se puede ver que los pacientes con el llamado déficit atencional y este “nuevo déficit atencional del adulto” permanecen atentos a otra cosa que no es lo que según el sistema debiesen estar, pero de una manera más intensa. Así entramos en el árido mundo de los matices, intensidades y por esto ambivalencias que tanta angustia dan, tanto a los pacientes como a uno mismo, por lo que la medicina y la educación estarían al servicio de disminuir estas ambivalencias, pero a la vez serían agentes actuantes de un poder aún mayor que los articularía hacia la perpetuación del síntoma y por tanto el aumento del poder en los términos que este se mida; conformando un círculo, nuevamente obvio. Me puedo dar cuenta que de esta forma no se tiene tanta libertad como pensamos, sino que es lo que queremos creer, ya que si no hacemos nuestra algunas verdades, caeríamos en una sensación de desamparo que no permite ni siquiera pensar, en el vacío a la espera de que algo nos ampare. S. Freud (1930, p. 120) plantea “…Evidentemente, malo no es lo dañino o perjudicial para el yo; al contrario, puede serlo también lo que anhela y le depara contento. Entonces, aquí se manifiesta una influencia ajena; ella determina lo que debe llamarse malo y bueno. Librado a la espontaneidad de su sentir, el hombre no habría seguido ese camino; por tanto, ha de tener un motivo para someterse a ese influjo ajeno. Se lo descubre fácilmente en su desvalimiento y dependencia de otros; su mejor designación sería: angustia frente a la pérdida de amor. Si pierde el amor del otro, de quien depende, queda también desprotegido frente a diversas clases de peligros, y sobre todo frente al peligro de que este ser hiperpotente le muestre su superioridad en la forma del castigo. Por consiguiente, lo malo es, en un comienzo, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida de amor; y es preciso evitarlo por la angustia frente a esa pérdida. De acuerdo con ello, importa poco que ya se haya hecho lo malo, o sólo se lo quiera hacer; en ambos casos, el peligro se cierne solamente cuando la autoridad lo descubre, y ella se comportaría de manera semejante en los dos…”.
Untoiglich (2014) plantea “En Chile el crecimiento de niños diagnosticados por Trastorno por Déficit Atencional – Hiperactividad fue de un 253% tan solo en el año 2012 […] esto ocurrió́ luego de que el gobierno pasara a aumentar en un 196% la subvención escolar para aquellos institutos educativos que tengan alumnos con diagnóstico de Trastorno por Déficit Atencional – Hiperactividad. Es decir , la escuela recibe dinero extra, que supuestamente debería destinarse a mejorar los recursos educativos para la integración de dichos niños al sistema. Sin embargo, la estrategia mayoritariamente aplicada es la medicación. La importación de Metilfenidato en Chile pasó de 24,2 kilos en 2000 a 297,4 Kilos en 2011”. ¿Será contagioso?, no sé.
¿Cómo el psicoanálisis se puede articular con todo esto?
Es tan difícil hoy romper con el discurso médico sobre el “Trastorno por Déficit Atencional e Hiperactividad”, en especial en Chile, dado el enfoque individualista, económico y discriminatorio puesto en la educación y en general en todo, que dificulta la introducción de otros enfoques. Pero si estamos pensando que es un diagnóstico eminentemente médico, que se cruza con lo académico y en especial con el rendimiento en el aula, podríamos plantear muchas veces, sino siempre, que la dificultad sólo se hace manifiesta desde el colegio, lo cual no debe ser casual ya que este es un lugar privilegiado para leer los tropiezos del tránsito edípico. Esto es fácil de leer en lo individual, pero dada la incidencia abrumante de este trastorno (lo que en sí, ya es sospechoso), estaríamos articulando esto también como un fenómeno social en curso, donde se ponen en juego las demandas de muchos otros sobre los protagonistas (niños) condicionando las relaciones que aparecerán entre ellos mismos y los otros demandantes. Así, más que ser un diagnóstico individual parece un reclamo de lo humano hacia la cultura, que nos subordina y nos reprime. No podemos reducir un fenómeno claramente global al uso o no uso de un fármaco; o al funcionamiento de algunas neuronas. Esto es un reduccionismo que quiebra toda posibilidad de pensamiento y cuestionamiento ante un síntoma, y reduce tanto a la psiquiatría y a la medicina a un movimiento alienante y a la vez normativizante, pero que permite la disociación tan ansiada para no sentir la angustia del hacerse cargo de tus propias ambivalencias.
El psicoanálisis hoy y siempre será una práctica subversiva, al menos así la entiendo yo, que siempre pondrá en “peligro” el discurso imperante y por tanto debe involucrarse desde la tribuna que sea, en temas como este, en especial cuando es tan claro y sintomático en nuestros niños, quienes construirán la sociedad que viene. C. Castoriadis (1994, p. 69) nos dirá: “Toda sociedad es un sistema de interpretación del mundo (…) Su propia identidad no es otra cosa que ese “sistema de interpretación”, ese mundo que ella crea. Y esa es la razón por la cual la sociedad percibe como un peligro mortal todo ataque contra ese sistema de interpretación; lo persigue como un ataque contra su identidad, contra sí misma”.
Por último me pregunto ¿qué espera la sociedad de nuestros niños?. En este sentido el constante cuestionamiento que empuja el psicoanálisis en la cultura, debiese tener más incidencia en esto, preguntando y respondiendo, por ejemplo, ¿qué esperarán los niños de esta sociedad?.
Creo que no se puede dar respuesta a esto, pero nos podemos aproximar sólo desde una disciplina que permita la interpretación, así como también la formulación de un discurso más libre que permita entender este fenómeno y dar espacios de pensamiento y escucha de estas demandas mudas, desatentas, inquietas a veces impulsivas y más de las veces muy dañinas en lo individual y en lo social por tanto.
Bibliografía
- Janin, B. (2004). Niños Desatentos e Hiperactivos. Buenos Aires: Noveduc.
- Untoiglich, G. (2014). Medicalización y Patologización de la Vida: Situación de la Infancia en latinoamérica. Nuances: estudos sobre Educação, Presidente Prudente-SP , XXV (1), 20-38.
- American Psychiatric Association (APA). (2013). Manual Diagnóstico y Estadistico de los Trastornos Mentales (DSM-5). Barcelona, España: Masson.
- Still, G. (1902). Some Abnormal psychical condition in children. The Lancet (1), 1008.
- Freud, S. (1930). “El Malestar de la Cultura”. En S. Freud, Obras Completas Sigmund Freud (Vol. XXI, págs. 57-141). Buenos Aires, Argentina: amorrortu editores.
- Peña, M. (2013). Analisis Crítico de discurso del decreto 170 de subvención diferenciada para necesidades educativas especiales: El diagnóstico como herramienta de gestión. Psicopespectivas , XII (2), 9-103.
- Castoriadis, C. (1994). Los Dominios del Hombre. Barcelona, España: Gedisa.
- Barkley, R. A. (2011). Niños Hiperactivos. Cómo comprender y atender sus necesidades especiales. Madrid, España: Espasa.
Autor: Raul Riquelme Pena – Médico Psiquiatra Psicoanalista